domingo, 22 de julio de 2012

El arte mudo - Le escuela impresionista - Román Gubern


La escuela impresionista

“El siglo veinte —escribe Hauser— comienza después de la primera guerra mundial, lo mismo que el siglo diecinueve no co­menzó hasta alrededor de 1830.” Ciertamente, la cronología de la civilización y de la cultura no es casi nunca isócrona con el reloj del tiempo histórico. Cuando París despierta con la jubilosa explosión del armisticio, que con su algarabía trata de ahogar el eco de los impresionantes rugidos de la Gran Berta, se pasa una página capital en la historia de la cultura. Acaba de morir Edgar Degas, y Pierre Auguste Renoir se extinguirá en 1919. Con su muerte se entierra el último estertor de la pintura del siglo XIX. El impresionismo, revolucionario en su día y académico ahora, fue barrido por el cubismo, que con su revolución geomé­trica anunció los tiempos tormentosos que para el arte se aveci­naban. Con el final de la guerra se inaugura la era del terrorismo artístico, de la vivificadora demolición de la tradición cultural, cuya veda levantó el movimiento Dada en 1916 desde la neutral Suiza. Convertido en el ombligo artístico del mundo, París se transformará en una jungla de ismos y en un caldo de cultivo de todos los experimentos que se hacen en nombre de La Cultura. El buen burgués irá de asombro en asombro ante las pinturas metafísicas de De Chirico, las aerografías de Man Ray, los caligramas de Apollinaire y los collages de Max Ernst. Nace la nueva literatura por obra de Proust, que recibe el Goncourt en 1919, y del Ulises 1922 de Joyce. El psicoanálisis penetra en el arte y se publican demoledores manifiestos por doquier. No es raro, pues, que el cine vaya a convertirse en el niño mimado de la nueva cultura que nace impetuosamente.
Pero el cine francés padecía una grave anemia. Cuatro años de guerra habían anquilosado su aparato productivo, permitiendo al cine americano adueñarse de su mercado. Hacía falta un au­téntico titán para levantarlo de su postración. Y esto fue lo que hizo Louis Delluc, aun a costa de su salud y de su fortuna. Delluc, como todo escritor bienpensante, había comenzado por detestar el cine. Pero algunos amigos actores y su esposa, la actriz Eve Francis, consiguieron hacerle frecuentar las salas oscuras y en ellas se operó en Delluc la revelación del nuevo arte, sobre todo gracias a los westerns de Ince, los films de Chaplin y La marca del fuego de De Mille. Delluc se transformó entonces de su más implacable enemigo en su más abnegado apóstol. Su in­fatigable actividad como crítico, ensayista, guionista y realizador le llevará a una muerte prematura, a los treinta y tres años, y en completa ruina; Delluc creó la palabra Cine-Club y fundó el pri­mero de la historia (1920), templo del nuevo arte. Fue crítico y ensayista y dio a la palabra fotogenia su actual contenido estéti­co, definiéndola como el particular aspecto poético de los seres y de las cosas susceptible de ser revelado únicamente por el ci­nematógrafo. Consideró que los elementos creadores del arte ci­nematográfico eran el decorado (en donde incluía la noción de «encuadré»), la iluminación, la cadencia (es decir, el «ritmo», noción sugerida por las obras de Griffith) y la máscara (en donde englobaba al actor).
Además de su considerable labor como teórico, como crítico y como fundador de revistas, en 1920 comenzó a dirigir pelícu­las. De las siete qué realizó (la mayor parte de ellas perdidas en la actualidad), dos revelan un talento creador poco común: Fiėvre (1921) y La femme de nulle part (1922). La primera reflejaba netamente la admiración de Delluc hacia el cine norteamericano y sueco. La acción transcurría en una taberna portuaria de Mar­sella (equivalente francés del saloon de los westerns) y este de­corado, como en los films suecos, jugaba un papel dramático decisivo. Entre los marinos recién desembarcados que iban allí a pasar un rato, la patrona reconocía a un antiguo amante, que comparecía casado con una joven oriental. Estallaba una pelea y el marido de la patrona mataba al antiguo amante de su mujer. Simple drama de «atmósfera», como se ve, con protagonista co­lectivo más que individual y construido con respeto a la norma teatral de las tres unidades, preludia el realismo poético y popu­lista que dominará en el cine francés de los treinta: Renoir, Car­né, Feyder, Duvivier, Chenal.
La femme de nulle part  fue, en cambio, uno de los primeros intentos de cine psicológico, que influido por los realizadores suecos describía con minuciosidad, a través de pequeños detalles, un estado de ánimo: una mujer que abandonó hace veinte años su vida burguesa para seguir a su amante, regresa a la sun­tuosa villa de su familia, evoca un pasado feliz que ya le es im­posible reanudar y se encuentra con otra mujer, más joven, que proyecta fugarse con su amante como hizo ella en otro tiempo.
La historia, mundana y banal, está emparentada con la temática del teatro francés de la época, pero relatada con gran finura psi­cológica y en donde la técnica literaria del monólogo se halla inteligentemente reemplazada por el flash-back visual, que ya Delluc había utilizado sistemáticamente en Le silence (1920), pues el tema del pasado es para Delluc (como lo será para Resnais) uno de los ejes de su narrativa.
Con estas obras se ve claro que Delluc trataba de orientar al cine francés hacia un sendero intelectualmente noble, como años antes hiciera el film d'art en rebeldía ante el cine populachero de Méliés y de Zecca, aunque por fortuna los tiempos no son los mismos y el cine comienza a dominar ya su lenguaje. A tra­vés de Delluc una nueva categoría de personas, con preparación cultural e inquietud artística, irrumpen en lo que venía siendo coto de mercaderes y autodidactas. El viraje es importante. A la cabeza de su revista Cinéa colocó Delluc un lema que vino a ser su grito de batalla: Que le cinema francais soit du cinema, que le cinema francais soit francais.
En torno a Delluc se agrupó una serie de artistas que los his­toriadores catalogan hoy con el nombre de Escuela impresionis­ta, para distinguirlos del contemporáneo expresionismo alemán, del que les separaba su simplicidad estilística y el refinamiento de sus temas. Delluc capitaneó a este heterogéneo grupo formado por Germaine Dulac, Marcel L'Herbier, Abel Gance y Jean Epstein. Eran, para emplear un lenguaje actual, la «nueva ola» de los años veinte, y su confesada voluntad de vanguardia y de élite nació fatalmente, al igual que todas las vanguardias, como nega­ción dialéctica e históricamente necesaria de un arte popular y de masas, en confusa reacción frente al cine-mercancía y al cine-alienación.
Marcel L'Herbier poeta simbolista y autor teatral antes de orientarse hacia el cine, sintió la vieja fascinación romántica del «color local» y se vino a España a rodar Eldorado (1921), melodrama químicamente puro de los trágicos amores de un pintor escandinavo (prometido con una rica dama) y de una bailarina española, que al final se suicida. En su buceo hacia la realidad interior de los personajes —una de las preocupaciones mayores de esta escuela —L'Herbier dio una interpretación técnica del subjetivismo mediante imágenes empañadas por el «desvaneci­do» (o flou), que evocaban a los maestros del impresionismo pic­tórico y que había ensayado ya por vez primera en Phantasmes (1918). Luego, tras la revelación del expresionismo alemán, L'Herbier asimiló su potencial formalista, depurándolo y recu­rriendo también al cubismo, con Don Juan et Faust (1923), La inhumana (Vinhúmame, 1924), con decorados futuristas-cubis­tas de Femand Léger, Mallet-Stevens y Claude Áutant-Lara, y El difunto Matías Pascal (Feu Mathias Pascal, 1925), según Pirandello, film para el que el brasileño Alberto Cavalcanti cons­truyó unos decorados provistos de techo.
Hoy se nos aparecen estas cascadas de imágenes refinadas como viciadas por un formalismo exasperante y caduco, falsas, presuntuosas, librescas y convencionales. Pero era bueno, y hasta necesario, que el cine atravesase este sarampión intelectual, a remolque de la literatura y de la pintura, para alcanzar, una vez separada la ganga de lo realmente válido, su mayoría de edad estética.
La última realización ambiciosa de L'Herbier, en los albores del cine sonoro, fue Dinero (L'argent, 1928), que trasponía la novela de Zolà a la época contemporánea, con las escenas de la Bolsa sonorizadas mediante la grabación de efectos ambientales (ruidos, voces, rumores). Después sepultó su prestigio en una montaña de banalidades que mejor es no recordar y en 1943 fundó el Instituí des Hautes Etudes Cinématographiques de París.
El límite de las contradicciones estéticas de la escuela lo en­carnó el exuberante Abel Gance, profeta y visionario, que al grito de Le temps de l'image est venu!, se convirtió en el más puro alquimista del cine francés. Para rodar La folie du Dr. Tube (1916) —sobre un sabio que ha descubierto la posibilidad de de­formar los rayos luminosos— empleó objetivos deformantes, consiguiendo unas imágenes distorsionadas como las de los espe­jos de los parques de atracciones. Pero la película no fue exhibi­da, de modo que su innovación no ejerció en su tiempo influen­cia alguna. Más importantes fueron su grandilocuente alegato an­timilitarista Yo acuso (J'accuse, 1919), en donde los espectado­res asistían a la macabra vuelta a la vida de los cadáveres espar­cidos en un campo de batalla, y la tragedia lírica La rueda (La roue, (1921-1923), en donde culminó la pedante retórica del de­sordenado genio de Gance. La rueda narraba, con un tono de un romanticismo exasperado, la tragedia del mecánico y conduc­tor de locomotoras Sísifo, atormentado por la pasión amorosa que le inspira su hija adoptiva y que acaba perdiendo la vista y la razón. Entre los escombros visuales de esta versión del Edipo de la era maquinista, destacó un pasaje antológico al principio de la película, basado en el «montaje corto» —ya empleado por Griffith, especialmente en Intolerancia—, con fragmentos muy breves de película: paisajes, rostros, bielas, vapor, ruedas y, fi­nalmente, la locomotora que se precipita hacia el abismo. Una  auténtica sinfonía visual que inspiraría al compositor Arthur Ho­negger su Pacific 231, poema musical de la locomotora, y a Jean Mitry un cortometraje del mismo título en 1949.
Forzoso es reconocer que Gance, a pesar de sus irregularida­des, de su grandilocuencia, su melodramatismo, su mal gusto y sus citas pedantes de la cultura clásica, es quien, después de Griffith, más hizo por investigar los recursos del naciente len­guaje cinematográfico. La obra más ambiciosa de su vida fue Napoleón (Napoleón vu par Abel Gance, 1923-1927), que costó la friolera de quince millones de francos, que no dieron de sí para concluir la biografía del corso, interrumpida con la partida de los ejércitos de Napoleón para su primera campaña en Italia. En esta obra, Gance dio rienda suelta a sus experimentos y uti­lizó el Tríptico (o pantalla triple) para desplegar horizontalmente sus más grandiosas escenas, en temprana anticipación del Cine­rama de Fred Waller. Otra de las bazas técnicas que jugó Gance en esta película, con la colaboración técnica de Segundo de Chomón, fue el empleo de cámaras muy ligeras con motor de cuerda, que permitían captar agitados encuadres subjetivos, atadas a un caballo al galope, o bien introducidas en un proyectil arrojado al aire o lanzado al mar.
Pero en arte siempre resulta peligroso confundir la grandiosi­dad con la grandeza y el extravagante Gance se empeñará tozu­damente en conseguir ésta a través de aquélla, lográndolo tan sólo en muy raras ocasiones. Su última gran aventura en el te­rreno de la creación cinematográfica, que acabó de la peor ma­nera, fue El fin del mundo (La fin du monde, 1930), colosal pe­lícula futurista en la que el propio Gance interpretaba el papel de Cristo, que quedó inconclusa y fue terminada por W. Turjansky, de modo que El fin del mundo fue también el simbólico fin de la carrera de su inquieto realizador.
Tal vez la personalidad más madura de la escuela impresio­nista, en parte porque su incorporación fue más tardía, sea la de Jean Epstein, de origen polaco, cuyo Coeur fidele (1923) causó sensación en su época, no por el banal relato naturalista de un obrero y un chulo rivales por el amor de una mujer, sino por su ejercicio de estilo, en particular en la antológica escena de la feria: tiovivo, columpios, autómatas, primeros planos, montaje corto, cámara subjetiva, encuadres oblicuos... Todo un mani­fiesto del nuevo lenguaje visual, todavía adolescente, que hace comprensible el juicio de Marcel Proust por estos años: «No amamos tanto el cine por lo que es como por lo que será.»
También es positivo que, mientras Hollywood ponía en circulación un mundo lujoso y sofisticado, frívolo y decadente, al­gunos vanguardistas franceses demostraban una cariñosa vocación populista, prefiriendo la taberna, el suburbio, el puerto y los lugares y tipos populares, testimonio, aunque deformado y subjetivista, de cierta realidad social. Jean Epstein llevó esta tendencia naturalista a su extremo en Finís Terrae (1929), interpre­tada por actores naturales, pescadores auténticos, e importante antecedente del neorrealismo italiano, aunque el material docu­mental aparezca fuertemente manipulado por sus virtuosismos técnicos. Pero el año anterior, el proteico Epstein había pulsado el más opuesto registro al realizar un experimento expresionista (cuando este estilo estaba pasado ya de moda) con El hundi­miento de la casa Usher (La chute de la maison Usher, 1928), que para trasponer el desquiciado mundo de Edgar A. Poe a la pantalla se valió del ralentí, que crea un clima irreal y fantasma­górico a lo largo de toda la obra. Se trata de un expresionismo depurado, no meramente escenográfico al estilo alemán, sino en donde los elementos dinámicos —movimientos de cámara, como el viento figurado por travellings recorriendo los pasillos, y el tempo irreal de la acción— han sido distorsionados expresiva­mente.
Violentar la naturaleza del tiempo real, ésa era una de las ambiciones de Epstein, que en sus escritos exalta las posibilida­des «sobrenaturales» del cine, en especial la modificación de la naturaleza del tiempo, conseguida por vez primera en la historia de la ciencia y del arte gracias al acelerado, al ralentí y a la inversión de movimientos. Y cuando, siguiendo el rastro de su maestro Delluc, trata de penetrar la secreta esencia de la fotogenia, escribe: «A decir verdad, fotogenia y fotogénico no eran otra cosa que palabras que designaban vagamente una función mal definida. Los objetivos continuaban buscando al azar sus formas en la realidad. Sin embargo, poco a poco se fue haciendo claro a los operadores y a los directores que la fotogenia dependía, fundamentalmente, del movimiento: movimiento del objeto cine­matografiado y de los juegos de luces y de sombras, e incluso del objetivo de la cámara. La fotogenia aparecía, sobre todo, como una función de la movilidad. Así, el movimiento, esta apa­riencia que ni el dibujo, ni la pintura, ni la fotografía pueden reproducir, se descubría como la primera cualidad estética de las imágenes en la pantalla.»
Como puede verse, estamos asistiendo a las primeras formu­laciones teóricas del nuevo arte. El italiano Ricciotto Canudo, afincado en París, fue quien primero se atrevió a afirmar que el cine era un arte, el séptimo arte, teoría estética revolucionaria que razonó en su curioso Manifiesto de las siete artes (1914), en el que afirmaba que el cine es una síntesis de las tradicionales artes del espacio y artes del tiempo. Luego vino Delluc, que con su noción de fotogenia trató de asir el secreto estético del nuevo arte. Teoría balbuciente, que no encontró su primera formulación madura hasta la aparición del húngaro Béla Balázs, que expone sus ideas en un libro titulado El hombre visible o la cultura del cine (1924), en donde opone a la tradicional cultura de la palabra (la cultura literaria), la novísima cultura de la imagen creada por el cine. El cine, lenguaje internacional no supeditado a particu­larismos idiomáticos, como el literario, ha creado al hombre vi­sible. Casi nada. Tres son, para Balázs, los elementos que hacen del cine un arte: el primer plano, el encuadre y el montaje.
El encuadre es «la porción de realidad elegida con determi­nada perspectiva, mediante la cual el director expresa en el cua­dro su voluntad subjetiva». Es el encuadre -opinión de los expresionistas, que mediante la angulación u otro recurso técnico otorga un especial significado al material plástico. Por otra parte, los encuadres se unen y combinan entre sí mediante el montaje, «como si fuesen palabras en un texto literario». De todos los po­sibles encuadres hay uno que fascina a Balázs, y con razón, pues es uno de los ejes de la estética cinematográfica: el primer plano. El primer plano, que aísla y agranda los objetos convirtiéndolos en personajes dramáticos y descubriendo la secreta micro fisonomía del rostro humano, que ha incorporado al arte una nueva topografía dramática, antes ignorada, porque, como escribirá Josef von Sternberg, «al agrandarse monstruosamente sobre la pan­talla, una cara debe ser tratada como un paisaje, con su relieve de luz y sus depresiones tenebrosas. Se debe mirar como si los ojos fueran lagos, la nariz una montaña, las mejillas praderas, la boca un campo de flores, la frente un cielo y los cabellos nu­bes».
No cabe duda de que el cine está comenzando a compren­derse a sí mismo.

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