jueves, 26 de julio de 2012

El arte mudo - Estallido del cine soviético - Roman Gubern


Estallido del cine soviético

A la vieja Rusia de los zares llegó el cinematógrafo Lumiére en mayo de 1896, para rodar la coronación de Nicolás II. Poco después se presentó en sociedad del modo más elegante, en una fiesta de caridad que presidió la emperatriz Alexandra Feodorov-na, en el palacio Peterhof de San Petersburgo, conquistando la admiración de la Corte. Pero su afianzamiento como espectáculo popular fue lento y laborioso, contemplado con desconfianza por las autoridades y los censores. La policía ordenó en 1908 que no se estableciesen salas de cine separadas por menos de tres­cientos metros y que sus programas debían finalizar a las nueve de la noche. Como contrapartida, sabemos que los sectores so­ciales más privilegiados convirtieron a Rusia en el primer cliente del mundo del cine pornográfico francés.
Poco valor tuvo la producción de la Rusia prerrevolucionaria, convertida en una colonia del imperio de Pathé, con asuntos me­lodramáticos inspirados en el cine danés y algún que otro pinito de aliento futurista. El primer estudio del país no fue inaugurado hasta 1907 por el fotógrafo A. O. Drankov, de San Petersburgo, que fue el mayor competidor de aquella sucursal francesa. El cine zarista más significativo hizo gala de un decadentismo y de una refinada extravagancia (Evgueni Bauer, Jacob Protozanov, el popular galán Iván Mosjukin) que parecía empeñada en refle­jar el ocaso histórico de una aristocracia para la que ya no había lugar en este mundo. Pero en 1917 el chispazo de la revolución prendió en el inmenso país y en el mes de octubre los bolchevi­ques conquistaron el poder, para iniciar la primera experiencia socialista de la historia moderna. El cataclismo revolucionario iba a afectar a todas las facetas de la vida nacional y el cine, lógicamente, iba a renacer siguiendo un rumbo nuevo y original.
A Lenin no se le escapó la enorme trascendencia social del cinematógrafo. En 1922 lanzó la consigna: «De todas las artes, el cine es para nosotros la más importante.» A principios de siglo, el 76 por ciento de la población rusa de más de nueve años era completamente analfabeta. En 1917 la situación no había me­jorado mucho y es comprensible que, en estas circunstancias, el cine y la radio fuesen los medios más eficaces de comunicación e información para las masas. El decreto de nacionalización de la industria cinematográfica, en virtud del cual esta actividad pasaba a depender del comisariado de Educación del Pueblo, fue firmado por Lenin el 27 de agosto de 1919 y al mes siguiente se creaba en Moscú la Escuela Cinematográfica del Estado (G.I.K.), bajo la dirección del realizador Vladimir Gardin, que fue por unos años el primer y único realizador del cine bolchevi­que. De procedencia teatral, Gardin rodó en 1921 Hambre... hambre... hambre... (Golod... golod... golod...) y La hoz y el martillo en las que intervinieron V. I. Pudovkin como ayudante y actor y el gran operador Eduard Tissé debutó como director de fotografía. De 1922 a 1924 trabajó en Ucrania y su film más famoso fue La cruz y el fusil (1925), de inspiración antirreligiosa. La Escuela dirigida por Gardin estaba destinada a formar a los técnicos y artistas que habrían de levantar el edificio del joven cine soviético, de modo que fue el gobierno bolchevique, por lo tanto, el primer gobierno del mundo que comprendió y reconoció la importancia y función del cine en la era de la cultura de masas.
La transición del cine del período zarista al nuevo cine sovié­tico no fue brusca y discontinua. Mientras muchos productores y técnicos hacían las maletas para escapar hacia París —donde se agruparon en torno a la productora Albatros—, Berlín o Ho­llywood, otros elementos del cine prerrevolucionario siguieron en sus puestos, tendiendo el puente que separaba dos períodos de configuración social y perspectiva estética radicalmente opuestos. Pero la penosa guerra civil, que se prolongó hasta 1921, fue un freno al afianzamiento y progreso del nuevo cine, aunque al mismo tiempo sirvió de valiosa escuela a los operado­res y documentalistas que en las primeras líneas del frente empu­ñaban sus cámaras tomavistas como armas para cazar imágenes. Y a pesar de la tremenda penuria material y de la agobiante es­casez de película virgen, el naciente cine echó á andar y pronto tuvo ocasión de demostrar su vigor y personalidad, gracias a la obra de algunos de sus creadores. Lev Vladimirovic Kulechov fue el primero de sus maestros.
Kulechov tenía tan solo dieciocho años cuando estalló la Re­volución de Octubre y apenas dos de experiencia como escenó­grafo y ayudante de dirección. Pero su entusiasmo compensó con creces su falta de veteranía y estuvo entre los operadores que se lanzaron al frente a la caza de noticias gráficas. Kulechov fue uno de los exponentes más característicos del febril clima colectivo de revolución industrial y utopía estética que dominó en los agitados años que siguieron a la revolución. Algún eslogan suyo, como el de «la producción de un film no difiere de la construcción de una máquina», resulta altamente revelador del ambiente artístico de la Rusia de aquellos años. Kulechov comenzó a ejer­cer como profesor en el Instituto de Cine en 1921 y al año si­guiente sus energías vanguardistas cristalizaron en la creación de un célebre Laboratorio Experimental, del que saldrían discípulos de la talla de Pudovkin y de Boris Barnett. En este Laboratorio realizó Kulechov sus «films sin película», con fotos fijas, y de­mostró el poder creador del montaje con un famoso experimento incorporado a todos los manuales de técnica cinematográfica, en el que conseguía infundir cargas emocionales de diverso signo a un único primer plano inexpresivo del actor Iván Mosjukin, según el contenido de los planos que le yuxtaponía: un plato de  sopa, un niño, una mujer... También se entretuvo en «fabricar» una mujer ideal, fundiendo por la alquimia del montaje partes anatómicas seleccionadas de varias modelos... Su película más importante fue Las aventuras extraordinarias de Mr. West en el país de los bolcheviques (1924), sátira de las andanzas de un te­meroso senador norteamericano por la Rusia soviética, que lleva un cowboy de guardaespaldas, y que es víctima de los manejos de una banda de rufianes.
También la excentricidad vanguardista y la fiebre renovadora presidió la creación de la FEKS (Fabrika Ekstentriceskovo Aktjora), o «Fábrica del actor excéntrico», fundada en 1921 por Sergei Yukevich, Grigori Kozintsev, Leonid Trauberg y Georgij Kryzitskij, que inspirada en los movimientos teatrales de van­guardia incorporaba los recursos procedentes del circo y del mu­sic-hall a la interpretación cinematográfica. Sus teorías fueron aplicadas por vez primera al cine en la película Las aventuras de Octobrina (1924), de Kozintsev y Trauberg, con personajes fuertemente tipificados, al modo de la Commedia dell 'arte (el capitalista Poincaré, la joven Octobrina, etc.), y que se presentó como una «caricatura-comedia propagan­dística excéntrica». Los alardes experimentales fueron remi­tiendo poco a poco en la producción del grupo FEKS y La nueva Babilonia (1929), de Kozintsev y Trauberg, fue su obra de madurez, que resultó mucho más clásica. Esta pelí­cula sobre la Comuna de París recreó sus imágenes inspirándose en artistas franceses: Daumier, Manet, Degas, Renoir.
Animada por idéntico aliento renovador, pero en sus antípo­das estéticas, se situó la obra del operador y documentalista Dziga Vertov -otro de los «grandes» del cine soviético- que fundó en 1922 y dirigió el noticiario Kino-Pravda (Cine-verdad), en donde aplicó sus teorías extremistas del «Cine-ojo» (Kino-glaz), expuestas en unos poemáticos manifiestos a la manera de Maiakowski, y cuya meta era la de desembarazar a la captación de imágenes de todos sus artificios para conseguir una inalcanza­ble «objetividad integral», que creía posible debido a la inhu­mana impasibilidad de la pupila de cristal de la cámara. Cuando parafraseando a Marx declara Vertov que «el drama cinematográ­fico es el opio del pueblo» no hace sino retornar a las fuentes mismas del cine, a la pureza documental de las inocentes cintas de Lumiére. Por eso proscribe todo lo que pueda falsear o modi­ficar la realidad bruta: guión, actores, maquillaje, decorados, ilumi­nación... El «Cine-ojo» de Vertov es, más que una proposición técnica, una actitud filosófica ante el fenómeno cinematográfico.
Pero Vertov se mueve en el terreno de la pura utopía intelectual, porque la intervención del realizador a través de la elección del encuadre y de los malabarismos del montaje, seleccionando y cortando sus planos, imprime un sentido (siquiera inconsciente­mente) a la realidad que maneja. Paralela a la noción de «Cine-ojo» será la de «Radio-oreja» (1925), cuya fusión audiovisual anticipa el tan cacareado cinéma-vérité que se redescubrirá en Francia treinta y cinco años más tarde. La influencia de Vertov en la teoría y en la práctica del cine documental ha sido enorme, aunque sus películas nos parezcan hoy curiosas piezas de museo: La sexta parte del mundo (1926), El hombre de la cámara (1929), Tres cantos sobre Lenin (1934).
Pero el coloso del cine soviético, que lo arrancaría de su fase adolescente para imponerlo como uno de los más avanzados del mundo, iba a ser Sergei Mijailovich Eisenstein. Nacido en 1898 en Riga, hijo de un ingeniero y arquitecto de ascendencia judeo-alemana, estudió en la Escuela de Ingeniería Civil de San Petersburgo y frecuentó la Escuela de Bellas Artes. Su descubrimiento del movimiento renacentista italiano y, en particular, de la gigan­tesca figura de Leonardo da Vinci, fue una sacudida que hizo tambalear seriamente su vocación científica. La lectura del en­sayo de Freud sobre un recuerdo infantil de Leonardo le impre­sionó hasta tal punto que pensó en marchar a Viena para estudiar psicoanálisis con el profesor austríaco. Durante la revolución tomó partido por la causa bolchevique, alistándose en 1918 en el Ejército Rojo. En 1920 ingresó en la Teatro Obrero del Proletkult como decorador, aunque no tardó en debutar como director. Influido por los movimientos teatrales más avanzados (por Meyerhold y su teoría biomecánica, en primer lugar), su vocación experimental le llevó a audacias tales como la de instalar un ring de boxeo en el escenario para representar El mejicano y a montar la obra Máscaras de gas en una auténtica fábrica de gas de Mos­cú. Esta imperiosa exigencia verista es la que empujaría a Ei­senstein a abandonar las convenciones del teatro, atraído por el implacable realismo de la imagen cinematográfica, bajo la doble influencia de Griffith y de Dziga Vertov. Toda su obra nacerá de un sabio compromiso y síntesis entre el más crudo realismo documental y el simbolismo y expresionismo más barroco.
La primera aproximación teórica de Eisenstein al cine tuvo lugar en 1923, al publicar su artículo «El montaje de atraccio­nes», en donde postulaba el empleo en cine de las «atracciones», estimulantes estéticos agresivos, de naturaleza similar a los utili­zados en los espectáculos circenses y de music-hall. Al año siguíente pudo ensayar en la práctica esta teoría al rodar su primer largometraje. La huelga (Stacka, 1924), que exponía la acción huelguística de los obreros de una factoría metalúrgica, aplastada implacablemente en un baño de sangre por los soldados zaristas. La potencia emocional de La huelga nacía más de su carácter coral —por vez primera la masa, y no unos individuos, era pro­tagonista de un drama cinematográfico—- que de sus experimen­tos de «atracciones», a veces discutibles o desconcertantes, que crean una curiosa amalgama de realismo documental y metáforas simbolistas. En este sentido, su escena más celebre es la del de­senlace, que muestra en violento montaje alternado, la brutal re­presión zarista con imágenes sangrientas de reses sacrificadas en el matadero. Con este autentico puñetazo visual, insólito y pueril a la vez. Eisenstein pulsa el sistema nervioso de los espectadores para conseguir el arco reflejo que debe transportar al espectador, en sus mismas palabras, «de la imagen al sentimiento y del sen­timiento a la idea».
Aunque La huelga fue premiada en 1925 en la Exposición de Artes Decorativas de París, no se explotó comercialmente en el extranjero, rechazada por el bloqueo general alzado contra aquel nuevo cine revolucionario. Este no fue el caso de su si­guiente película. El acorazado Potemkin (1925), que prestigiaría el cine soviético y el nombre de su reali­zador en todo el mundo.
El acorazado Potemkin nació del ambicioso proyecto de rea­lizar un gigantesco fresco, con ocho películas, sobre los aconte­cimientos revolucionarios de 1905. Una de estas cintas, con el título «El año cinco», le fue confiada a Eisenstein, pero al avan­zar en su trabajo decidió ceñirse única y exclusivamente a uno de sus históricos acontecimientos: la sublevación de la marinería del acorazado «Príncipe Potemkin». En escenarios naturales y utilizando un Buque gemelo llamado «Los Doce Apóstoles», rodó Eisenstein la impresionante epopeya revolucionaria, estruc­turada al modo de las tragedias clásicas en cinco actos:
Iº) El mal estado de la carne suscita el descontento de la tripulación;
2º) Las represalias del comandante provocan el estallido de la rebelión, que triunfa;
3º) Un marinero muerto en la lucha es lle­vado al puerto de Odessa y nace la solidaridad de la población civil;
4º) Las fuerzas zaristas cargan sobre la población civil en las escalinatas del Palacio de Invierno, causando una matanza;
5º) El barco se hace a la mar, se encuentra con la escuadra zaris­ta, pero los marineros de los otros buques les saludan con júbilo y permiten que el buque pase sin oposición.
La ejemplar sobriedad y simplicidad lineal de esta gran odi­sea colectiva —en la que tan sólo aparecen unas brevísimas pin­celadas individuales para humanizar al pueblo, en contraste con la fría e impersonal imagen dejas fuerzas zaristas— se articuló con 1.290 planos, combinados con maestría genial mediante el montaje rítmico, preciso, casi matemático, de Eisenstein. Los movimientos de cámara, en cambio, fueron escasísimos (dos travellings en la escena de la escalinata y una larga panorámica obli­cua para descubrir a la multitud en el malecón del puerto), por­que eran innecesarios, al estar el movimiento determinado por la acción y por el montaje. Su consumada sabiduría técnica le llevó a crear un tempo artificial, prolongado hasta casi seis minu­tos, para potenciar el angustioso dramatismo de la atroz y antológica escena de la escalinata —de ciento setenta planos— en la que un pueblo indefenso es brutalmente agredido y diezmado por las balas de los fusiles zaristas.
Prescindiendo de simbolismos intelectuales (con una única excepción: los leones de piedra que se alzan simbolizando la re­belión) y con una espléndida fotografía de gran veracidad documental, debida a su fiel Eduard Tissé, Eisenstein consiguió insu­flar en este drama épico, en el que la masa era el verdadero pro­tagonista, un aliento de incontenible grandeza que hace trascen­der los límites de un episodio histórico concreto para convertirse en la gran epopeya de la rebelión. Magnífica sinfonía coral, mantenida con un sostenido y estremecedor crescendo dramáti­co, consiguió con su tremendo impacto y a pesar del forcejeo y artimañas de las censuras (que en varios países alteraron su mon­taje y sentido original) imponerse en todo el mundo como una auténtica e indiscutible obra maestra, jalón decisivo en la evolu­ción histórica del cine.
El éxito de El acorazado Potemkin convirtió a Eisenstein en el primer realizador soviético. Por eso, cuando había iniciado el rodaje de La línea general, inspirada en la evolución de la situación agraria en su país, la Sovkino le encargó la realización de un gran retablo sobre los acontecimientos históricos de la revolu­ción de 1917 con unos medios y un presupuesto jamás alcanza­dos hasta la fecha en su país. Pero la realización de Octubre (1927) resultó ya muy laboriosa. A la copia original, de 3.800 metros, se le amputaron 1.600, eliminando todos los pasajes en que aparecía León Trotski. A estas alteraciones y a algunos abusos de los simbolismos intelectuales y de las metáfo­ras hay que atribuir ciertas oscuridades e incoherencias del relato histórico, acentuadas por los cortes infligidos en la versión que circuló en Occidente. En su esfuerzo por crear un nuevo lenguaje conceptual a través de las imágenes, Eisenstein recurre a los más alambicados e ingeniosos expedientes gráficos: paralelismos vi­suales entre Kerenski y Napoleón, el discurso del dirigente anti­bolchevique comparado con la melodía de unas arpas, la estatua del zar derribada que retorna por sí sola al pedestal en el mo­mento en que Kerenski toma el poder. A veces el simbolismo está integrado de un modo coherente y lógico en la acción: la gigantesca araña del Palacio de Invierno, asediado por los revo­lucionarios, que se tambalea como el gobierno mismo. La pelí­cula vale, en definitiva, por su inmenso esfuerzo de inventiva visual y a pesar de girar en torno a personalidades históricamente tan decisivas como Lenin y Kerenski, seguía siendo fundamen­talmente una película de masas, como la obra anterior de Eisenstein. Película potente y barroca, en la que está patente la fasci­nación que sobre él ejerció el barroco ruso de San Petersburgo, el paso del tiempo y el conocimiento actual de una copia más completa han servido para revalorizar su audacia experimental.
Algunos defectos de Octubre reaparecieron en La línea gene­ral (1929), película didáctica y propagandística que canta la colectivización agraria, los nuevos métodos de cul­tivo, la mecanización del campo... Que de un temario árido puede extraerse una sinfonía visual lo demuestra Eisenstein con su canto geórgico a las desnatadoras, a los tractores o al violento apareamiento del toro, que arremete contra la vaca cubierta de flores... Pero otra vez la pirotecnia cerebralista de Eisenstein, alquimista de un laboratorio de imágenes, impide la emoción pu­rísima que se desprendía del simple relato revolucionario del Potemkin. La línea general saldrá malparada, a pesar de su enorme interés experimental, cuando se la compare con el sencillo poema lírico La tierra, de Dovjenko. En La línea general, por vez pri­mera, comienza a apuntarse la aparición en la obra de Eisenstein del héroe individual, porque aunque la película tenga un carácter eminentemente coral, la joven campesina Marfa Lapkina es la que conduce la lucha por la transformación del campo. Es la «mujer nueva» creada por la revolución.
Junto a Eisenstein, el más prestigioso de los realizadores so­viéticos fue Vsievolod llarionovich Pudovkin, que también pro­cedía de una formación técnica (estudios en la Facultad Física-Matemática de la Universidad de Moscú y trabajos como inge­niero químico en la industria de guerra), y que llegó al cine a través del Laboratorio Experimental de Kulechov, interpretando varias películas de su maestro. Debutó como realizador con el cortometraje cómico La fiebre del aje­drez (1925), rodado durante el Campeonato Internacional de Ajedrez de Moscú, y con el documental El mecanismo del cerebro (1925-1926), que ilustraba las célebres teorías sobre reflejos condicionados del fisiólogo Iván Pavlov.
En 1926 inició la realización de su gran trilogía revoluciona­ria, compuesta por La madre (1926), adaptando libremente la novela homónima de Gorki, El fin de San Petersburgo (1927), realizada para conmemorar el décimo aniversario de la revolución, y la anticolonialista Tem­pestad sobre Asia (1928), tres opera magna del nuevo cine soviético.
En contraste con el cine de masas de Eisenstein y su repudio del actor, las películas de Pudovkin se centraron en el examen de la toma de conciencia política de sus personajes individualiza­dos. En La madre fue la mujer proletaria Nilovna (Vera Baranowskaia), que veía nacer en ella la llama revolucionaria a través de la actuación política de su hijo Pavel (Nikolai Batalov), quien, tras huir de la cárcel, moría en una manifestación bajo las balas de los soldados del zar, mientras ella la encabezaba por­tando la bandera roja. En El fin de San Petersburgo era un joven campesino (Iván Cuvelev), al que la miseria hacía emigrar a San Petersburgo para trabajar como obrero industrial. Y en Tempes­tad sobre Asia el cazador mogol Blair (Valery Inkijinov), al que los ingleses, creyendo que era un descendiente del legendario Gengis-Khan, quieren convertirle en un pelele al servicio de sus intereses colonialistas en Asia.
No obstante esta personalización, Pudovkin, que fue un ade­lantado discípulo de Griffith en lo tocante a la técnica de las acciones paralelas, orquestó con frecuencia sus relatos individua­les con grandes temas colectivos. Así, El fin de San Petersburgo desarrolla también el tema de la transformación de. la burguesa y burocrática ciudad de San Petersburgo en la revolucionaria Leningrado. El desenlace de La madre ilustra ejemplarmente esta concepción sinfónica de Pudovkin, que usa también las metáfo­ras visuales, pero a diferencia de Eisenstein las integra de un modo realista en la acción. El final de La madre muestra una gran manifestación, en la que participa la protagonista, que per­mite a su hijo huir de la cárcel. Pero estas dos acciones paralelas (la manifestación y la cárcel), están orquestadas con una tercera: el deshielo del río, metáfora realista, ya que además de ser un símbolo de la alegría de la liberación de Pavel y de la arrolladura acción de las masas- desbordadas, es un elemento realista incor­porado a la acción, pues es primavera (época del deshielo) y Pa­vel escapará corriendo sobre los bloques de hielo que se cuar­tean.
Esta extraordinaria complejidad de la construcción era posi­ble porque Pudovkin trabajaba (como Rene Clair o Alfred Hitchcock) sobre «guiones de hierro» minuciosamente preparados, a diferencia también de Eisenstein, que atraído por una concepción más documentalista veía simplemente en el guión «el estenograma de una emoción que se materializará en una serie de visio­nes plásticas». Por lo tanto, para Pudovkin el montaje —sobre todo de intención analítica, descomponiendo la escena en visio­nes de sus componentes aislados— se establecía a priori (es de­cir, en el guión escrito), mientras Eisenstein defendía la noción del montaje a posteríorí, utilizado para expresar, mediante el choque de imágenes, impetuosos conflictos dialécticos.
Eisenstein repudió el montaje clásico, el montaje entendido como mera adición de planos, tal como lo concibió Griffith y lo utilizaron Kulechov y Pudovkin. No deja de ser curioso que Eisenstein derivara sus teorías sobre el montaje del estudio de los ideogramas japoneses, en los que de dos nociones yuxtapuestas surge una tercera, corno:

Ojo + agua=llorar
Puerta + oreja=escuchar
Boca + perro=ladrar

Eisenstein no hizo más que prolongar este método a la expre­sión cinematográfica, calcando sus principios: «Según mi opi­nión, el montaje no es una idea expresada por piezas consecuti­vas, sino una idea que surge de la colisión de dos piezas, inde­pendientes la una de la otra.» Este método le permitiría partir de elementos físicos representables para visualizar conceptos é ideas difícilmente representables en sí mismos y arroja luz sobre sus ambiciosos proyectos de adaptar a la pantalla obras tan difí­ciles como El capital de Marx y el Ulises de Joyce.
La expansiva vitalidad del nuevo cine soviético, que intro­dujo una auténtica revolución expresiva en la teoría y en la prác­tica cinematográfica mundial, por el implacable realismo de sus imágenes y por el empleo magistral de las posibilidades creativas del montaje, se corroboró con la amplitud de su registro, al tiempo que florecían diferentes cines nacionales, en varias repú­blicas de la federación. El ucraniano Alexandr Dovjenko, de ori­gen campesino, fue maestro de escuela, dibujante y caricaturista y abandonó la carrera consular para dedicarse al nuevo arte. Su Zvenigora (1928) fue la primera película importante del cine ucraniano y con Arsenal (1929), film épico sobre la guerra civil, demostró de un modo inequívoco su talento creador y su capaci­dad en el manejo de imágenes-símbolo, como las de la eficaz prosopopeya final, en la que el protagonista, acribillado a bala­zos, continúa avanzando: las balas no pueden detener las ideas que él representa. Pero su gran revelación tuvo lugar con el poema La tierra (1930), obra maestra que transpira amor hacia la tierra, el paisaje, las flores, el cielo y las gentes de su Ucrania natal. El punto de partida es, como en La línea general, el de la colectivización agraria y sus dificultades, pero el de lle­gada es un soberbio poema visual en el que el hombre y la na­turaleza aparecen unidos en una fusión casi mítica. La idea cen­tral de La tierra es la del ciclo biológico: empieza con la muerte del viejo campesino, símbolo de una época pasada; su nieto, por­tador de las ideas revolucionarias, es asesinado por un kulak, pero sus ideas siguen viviendo y harán nacer una nueva sociedad. No es de extrañar que algunos burócratas fruncieran el ceño ante esta visión, a su juicio poco ortodoxa, de un socialismo cósmico y panteísta, como nacido en el seno de las viejas mitologías pa­ganas.
Y junto a Dovjenko, Ilya Trauberg, que con gran brío narra­tivo cantó el movimiento revolucionario en China en El expreso azul (1929), Frederij Ermler, Fedor Ozep, Mark Donskoi, Dzigan, Yuri Raisman y Abram Room, incorpo­raron las nuevas ideas y la nueva concepción social al arte de la pantalla. Aunque lo más significativo del nuevo cine soviético tuvo un carácter épico y heroico, una parte de la producción re­trató las costumbres y problemas cotidianos, como ocurrió en Cama y sofá (1927), de Abram Room, que par­tía del problema de la vivienda en Moscú para mostrar la coha­bitación de dos hombres y una mujer, film inscrito en la polémica contra el aborto y que fue muy discutido por sus implicacio­nes sexuales.
A un nuevo contenido temático revolucionario correspondió, como era inevitable, una nueva forma expresiva, una nueva es­tética. Los maestros rusos han hecho nacer el auténtico cine de masas (¡qué lejos estamos de las legiones de figurantes y de la guardarropía del Quo Vadis? de Guazzonü), han llevado las imá­genes al límite del realismo, despojadas de todo artificio teatralizante, han hecho añicos el star-system como fórmula y la pelí­cula-mercancía, y han creado con el montaje la verdadera sinta­xis del cine. Poco importa que su sensacional perfeccionamiento del montaje haya sido en parte debido y estimulado, como seña­lan algunos historiadores, por la agobiante escasez de película virgen, espoleando su ingenio creador. A la hora del balance im­portan los resultados: con la escuela soviética el cine ha incorporado al drama coral de las multitudes, el pathos de la tragedia clásica.

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